156 menores de tres años viven en España junto a sus madres presas
Pablo tiene un año y medio y unos ojos grises enormes. Mira serio a María, que intenta sin éxito hacerle sonreír. Permanece impasible a las carantoñas. No tuerce el gesto. Ni para reír ni para llorar. Su vida transcurre entre los muros de la cárcel de Aranjuez (Madrid), donde vive junto a su madre presa. Parece más adulto que la mayoría de los adultos que le rodean.
La mirada de Alba también inquieta. No conoce otra vida que la que hay en prisión. Tiene un año y medio y ha nacido dentro. Hasta hace unos meses compartía celda con su hermana Jessica. Ahora ella está fuera porque ha sobrepasado el límite de tres años que fija la ley para que los niños permanezcan junto a sus progenitoras. Tras su tercer cumpleaños, Jessica salió del centro penitenciario para seguir creciendo en un centro de acogida.
En algunos casos existen familiares 'naturales' que se hacen cargo de estos niños que comienzan a vivir en la cárcel. Pero son excepciones, la mayoría termina en el seno de familias de acogida.
Pablo, Alba y Jessica son tres de los 156 menores que viven actualmente en centros penitenciarios españoles. Sus madres deben cumplir condena y han elegido que ellos les acompañen. Algunos han nacido en libertad; otros, dentro del centro porque dio la casualidad de que la interna estaba embarazada cuando ingresó. En ocasiones el destino ha sido forzado. Las madres presas tienen condiciones más suaves que las que cumplen condena en los módulos comunes, por lo que es habitual que aprovechen los 'vis a vis' para concebir hijos.
"¿Qué es más cruel, qué crezcan dentro de la cárcel o que lo hagan fuera pero sin sus madres?", se pregunta Daniel de la Rosa, coordinador de la ONG Horizontes sin Fronteras, que cada fin de semana acude a las cárceles españolas para sacarles a que disfruten de unas horas de aire libre. Lleva seis años trabajando con ellos y sus madres en el penal de Aranjuez. Conoce bien cuál es el precio de comenzar a desarrollarse bajo la limitación del espacio.
En Aranjuez viven actualmente unos 20 menores de tres años. Algunos están en el módulo F1, el único de toda España destinado a familias, junto a su padre y su madre. Otros carecen de figura paterna y viven sólo con sus madres en el F2. Su día a día es bien distinto del de la mayoría de los niños de su edad.
Once de ellos, los más afortunados, han conseguido plaza en una de las guarderías públicas de la Comunidad de Madrid y abandonan cada día la cárcel para ir a clase. El resto tiene que conformarse con el centro infantil de la prisión. Gloria Bernal, responsable de la ONG, explica que los más pequeños permanecen en el centro mientras que los que tienen de dos a tres años salen a la guardería. Pero no todos, "algunas madres no quieren que vayan". Esos niños tienen que pasar las mañanas allí, "con juguetes limitados, sin hierros, sin pilas", mientras sus madres desempeñan las tareas que tienen asignadas. Por la tarde, permanecen en la celda junto a ellas. Sus juguetes no son los mismos y tampoco lo es su campo de juego, que se reduce al patio de la prisión.
Los niños pagan las consecuencias de este encierro. "Su desarrollo es más lento y su proceso de aprendizaje más tardío. Comienzan a hablar más tarde porque en la cárcel están siempre sometidos a los mismos estímulos y tienen un vocabulario reducido", cuenta Daniel. Su capacidad visual es también menor, porque su perspectiva se reduce a 'intramuros' y su capacidad de reacción se resiente: "Tocan siempre las mismas cosas; oyen siempre lo mismo, ven siempre lo mismo". "Al final terminan siendo conscientes de que viven en una cárcel. Cuando salen están obsesionados con las puertas. Lo de abrir y cerrar es algo desconocido para ellos", cuenta Gloria. Son niños solitarios, independientes, que no intentan llamar la atención. Más bien al contrario.
Noelia es rubia y guapísima. Acapara miradas. Carlos y María, dos de los voluntarios, la pasean por las calles de Aranjuez y la niña recolecta piropos de los transeúntes, pero, desde luego, no por propia voluntad. A pesar de sus dos años, prácticamente no habla, no se sorprende con las cosas que se encuentra ni juega con los demás niños. Es buena y obediente. Quizá demasiado para su edad. Si los monitores la suben a un columpio, ella conforme; si la bajan, también. Es difícil saber si está contenta. Simplemente está. Esa es la conducta habitual entre los niños que salen el fin de semana junto a los voluntarios de Horizontes Abiertos. También hay excepciones. Como las de David y Mohamed, dos niños dicharacheros y vivaces que hablan y se ríen a carcajadas. Incluso cantan, todo un mérito si se les compara con sus compañeros. Sus necesidades están cubiertas en prisión. Tienen psicólogos y pedagogos, el médico pasa a verles todas las semanas y, si lo necesitan, salen a los centros hospitalarios. En cuanto a la alimentación, comen lo mismo que el resto de reclusos. "No les falta comida, pero no es una dieta especializada, no es lo más adecuado para un niño", dice Daniel. El fin de semana hubo macarrones y empanadillas para todos. Algunos tienen sólo un año. En la ONG recalcan que, a nivel material, los niños tienen de todo. No les falta nada. Excepto libertad.
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